“Como mi calcañar, ¡cuándo!”
decía una mujer que le ganaba en dolores al más pintado. Si alguien narraba la gripa de la semana, la septicemia de Borges, la fractura o el carcinoma del vecino, ella respondía, apenas oídos algunos síntomas, siempre igual: “Como mi calcañar, ¡cuándo!”A cuento, porque de calcañar deriva una palabra latina con influencia árabe, sonora y a veces pacata, de grandes vuelos, pero de origen pedestre: alcanzar. “Llegar a juntarse con alguien o algo que va [a]delante”, dice el DRAE, esto es, pisarle los talones a alguien, pero, así también, avistar (cuando la vista alcanza la lejanía), oliscar (el olfato alcanza a advertir un puesto de carnitas), oír (“Era extraño seguir el vuelo de las gaviotas sin alcanzar a escuchar su graznido”: Jorge Edwards).
Palabra que pareciera desdecirse de sus raíces cuando alcanzo el periódico con la mano, si alcanzamos a entender algo que no se entendía, si un suceso —como la Revolución—, nos alcanza, o en cuanto, en rápido inventario, se estima que lo que hay en el refrigerador no alcanza para la quincena. Raíces que reencuentra a cabalidad en calca, que es la huella que se deja al pisar (o, para ciertos latinos, atropellar o pisotear), en calcetín, en calza y calzado (de calcĕus (aunque, asimismo, en otro lado la Academia dice, del turco zabata), zapatero, botina y escarpín.
A mí —cuando volvía a su “como mi calcañar, ¡cuándo!”— nadie me alcanza en este tema, quería decir la campeona de los dolores.
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