7.11.06

Nefelibata

Esta palabra ha tenido en mi vida una presencia singular. De inicio, porque me deslumbró su inocente, larga sonoridad. Luego, porque la escuché por primera vez salida de la profunda e imborrable voz de Marco Millán; estábamos en una palapa, peleando cada quien con la avaricia de los cangrejos, media cerveza adentro y el mar cabal afuera, mientras Millán disertaba sobre la corte celestial. Y de pronto soltó la palabrota:
nefelibata.
La noche anterior, frente a un cielo negro embarrado de nubes grises recargado sobre Chachalacas, lo había oído decir de memoria versos innúmeros de Muerte sin fin que, envueltos en un humo continuo de Delicados sin filtro, parecían demorarse azules (“Sí, tiene que ser azul”, dice Gorostiza) en la habitación del hotel. Marco Millán estaba sentado ahí, en una silla playera colocada a manera de buró entre dos camas gemelas, la puerta abierta hacia la orilla del mar (que “no es agua ni arena”), sus hijos Antonio y el capitán Millán fascinados oyentes, como yo.

Y con tal palabra me dejó para siempre en esa deambulación.