No sienten el temor
de emplear —acotan— ciertas incorrecciones del lenguaje en las publicaciones que tienen en suerte frente a sí, de incurrir —alegan que así es el idioma, vivo— en expresiones de pésimo gusto o, incluso, de resolver toscamente —en aras de la “efectividad” del mensaje— algún circunloquio ahora desnudo de su natural elegancia.No obstante, se cuidan de las palabras correctas como si se tratara de una verdadera peste: rechazan hogaño (aunque aceptan, sin preguntarse por qué, antaño), agilitar y trastrocar, con el módico razonamiento de que el lector —al que, en el fondo, desprecian— “va a creer que nos equivocamos”.
Así son los correctores aficionados que, por lo general, andan a caballo entre la corrección editorial y otras actividades. No está de más recordar que “no todos los que cabalgan son caballeros”.
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