De la mente del corrector
Múltiples son los anclajes que el corrector de pruebas o de estilo ha de tener en mente durante el desarrollo de su trabajo.De entrada, el de sus experiencias y conocimientos lingüísticos, lecturas, la propia bitácora de sus horas bajo “la laboriosa luz de la lámpara” (la hipálage es de Faulkner).
Luego, nómada puntual, el de las normas de cada una de las casas editoriales para las que trabaja, a modo de apegarse a ellas y evitar la importación indebida de reglas y criterios editoriales.
Para no cometer apostasía, el de cada obra: tener presente si, a falta de norma explícita, el corrector decidió respetar o desdeñar los dobletes ortográficos, las muletas, las altas y bajas, los topónimos empleados por el autor; si eligió tal o cual criterio respecto de las acentuaciones dudosas; si optó por una corrección ortodoxa o beligerante.
El fino anclaje que le permitirá, ante un párrafo o palabra dados, regresar páginas atrás a unificar tipográficamente aquél o la grafía de ésta y, por lo tanto, en la página 200, asegurarse de que, en la 17, también mandó el Palacio Negro —por citar un ejemplo— de cursivas.
Aquel otro —el que tiene como mayor enemigo al teléfono, el parloteo y las interrupciones imprevistas— que, inmerso en la solución de una perla, le impedirá distraerse del nácar que, ahí junto, a la vuelta de la línea, lo espera entre dubitativo y ansioso a un tiempo.
Más el servicial recuerdo de estos pertinentes versos de Porfirio Barba Jacob:
Jesucristo nació en un pesebre.
¡Ah, carajo!:
donde menos se espera
salta la liebre.