28.2.07

Acícula

A primera vista, no se cree que el agudo pino cuente con hojas. No sólo las tiene, sino que su nombre, apropiado por la ciencia médica, es bellísimo: acículas.

Las vi grabadas en uno de los muchos performances de la reciente exposición de Gabriel Orozco en el Palacio de Bellas Artes, en México. El autor dejó una larga mesa, una alargada superficie plana, en un bosque de coníferas. Conforme caían, Orozco las contemplaba, admirado de su correcta, efímera disposición. Cuando decidió —porque hubo una irrepetible decisión—, cuando eligió el momento —porque hubo una elección en un momento paradójica, asombrosamente iluminado—, cubrió ese orden en apariencia aleatorio con una hoja de igual tamaño al de la mesa y, a la manera de los niños que, sin dejar de tener con claridad la figura que ha de surgir rayando una de las caras de la moneda (en México, suele ser la del águila del escudo nacional), Orozco pasó una tiza por encima de la hoja. El resultado (perdón por el atentado de esta palabra) no fue otro que una escritura por completo oriental, zafira, insospechada.

Acícula proviene del latín, y nombra, originariamente —pese a la terminación -ula—, no una pequeña aguja, sino una aguja. Más tarde, ha de ser el “nombre que se le da a las hojas de los pinos y otras coníferas”. Esas hojas, que generalmente en el campo uno ve en conjunto, en un haz, hallan en su agudeza su definición.

Se trata de un extraño diminutivo de acus, aguja para coser, donde la magnitud no corresponde más que a la fineza de la aguja, a cuán afilada o punzante pueda ser. Un diminutivo que engrandece las cualidades del objeto.

No es, creo, una casualidad, que a unos días del regocijo que me causó esa palabra vista en Gabriel Orozco, un vecino, orfebre, preparara ante mis ojos, de una bujía de automóvil, una punta seca —acicular— promisoriamente apta para el grabado.